El Trotamundos. Cap 2

Día 2

Varias lunas se han sucedido ya en el cielo desde que arribé a la ciudad de Alicante. Sus formas, esculpidas en una metalurgia enigmática, forjadas para la contemplación del ocioso, han sido ciertamente las culpables de la desidia que ha puesto grilletes a mi ánimo durante los días póstumos, manteniéndome cautivo de la inactividad. Ruego se me dispense por ello, pero no sólo con disculpas espero obtener vuestro perdón, sino que he aquí para vosotros una historia que entreví en uno de mis sueños lunares, con que pienso daros grande gusto.

Aconteció que, estando yo tendido en el lecho y en un duermevela al que desacostumbro por lo holgado de mi dormir, se me presentó en figura onírica el propósito por que me había allegado a la alicantina estación; que es, como ya todos bien sabéis, el de ser garante del entramado de la Feria y no dejar clavo suelto ni página por leer. Cómo advino dicha manifestación es lo que me causó grande desconcierto, y es lo que me decidió a referírosla, pues soy fervoroso creyente del verbo de los dioses, y en especial del que resuena en las esferas de Morfeo.

Fue el sueño tal que me hallaba yo en el famoso paseo que se hace en llamar de Soto, y de pronto se abría el cielo y comenzaban a caer casetas de libros no sin su avituallamiento de libros y libreros, y los aledaños se llenaban de paseantes y había un gigantesco entoldado en que unos eruditos mascullaban célebres sentencias de no menos célebres hombres, y en algún lugar de lo que podría llamarse el mundo conocido había hacedores de historias que firmaban gustosos sus manuscritos, sin pedir a cambio más que el privilegio de tener una pluma con que firmar.

Contemplaba yo el alborozo con un semblante que parecía labrado de la cantera de la felicidad misma, cuando me apercibí de que una voz un tanto ronca atizaba el aire a mis espaldas. Me di la vuelta con ese temor agitado del que se es presa en los cambios de guión y en los sueños en que todo parece marchar mejor de lo que debiera, y me fui a topar con un tal señor que dábase en llamar IVA cultural y que portaba un extraño signo -mal augurio se me figuró al instante- grabado en la frente -tal que así: %- a cuya izquierda se representaba el 21 en caracteres árabes. Al principio me resultaron sus rasgos agradables, pero conforme fui a preguntarle quién era me cortó de cuajo y bramó que las casetas no caían del cielo y que, si caían, habíase de pagar el lanzamiento, porque lo que era seguro era que no caían solas y que tenía que haber sido algún amabilísimo funcionario el que las hubiera arrojado desde alguna nube.

No supe yo muy bien qué responder, asediado por el desconcierto, pero tampoco hizo falta. Nada más confirmarse -desconozco cómo- que esas casetas habían sido proporcionadas por el Ministerio del Nubarrón, el tal IVA cultural 21% procedió con extremada diligencia a la explicación de los diferentes trámites mediante los cuales había yo de abonar la suma de no sé cuántos miles de maravedíes. Cómo ascendía el pago a tal cantidad tampoco fui capaz de comprenderlo, pues se daba el cobro por velocidad de caída, para lo cual había que adivinar la distancia desde la que habían caído las casetas y la dilatación del tiempo entre el precipitarse y el tocar el suelo, combinación de factores que hacían gradual el pago del impuesto. Que cómo iba yo a mensurar la distancia que había del tal Paseo de Soto hasta la nube, era una pregunta que al parecer tampoco preocupaba en demasía al señor IVA, que nada más darme la ecuación partió en rauda carrera, dejando en un rastro de eco la advertencia de que, si no se cumplía con el pago del impuesto, se abriría la tierra y caerían las casetas con sus libros y libreros al fin del mundo.

Tras semejante pesadilla desperté sobresaltado y me incorporé en el lecho. Las palabras “fin del mundo” retumbaban en mi cabeza, y con ese presagio fui a asomarme al balcón, desde donde vi que las casetas aún se erigían sobre la tierra, y que no había espectro alguno llamado IVA rondando los claroscuros que tallaba la luna.

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