El Trotamundos. Cap 8.

Día 8.

Os refiero estas noticias días después de haber sido rescatado por Mofletines de la mazmorra enana. El muy truhán consiguió engañar a uno de los guardias lanzando al aire un rubí de imitación que le había regalado antes de caer en el nefasto presidio. Según su relación, el guardia salió disparado detrás de la falsa piedra, y dejó vía libre para que todos los que nos hallábamos dentro pudiéramos salir. Debéis saber que las mazmorras enanas no son como las nuestras, sino que, en lugar de haber barrotes en las celdas, los enanos disponen sus mofletes a modo de obstáculo, inflándolos hasta no dejar hueco alguno y así imposibilitar toda huida. Es, sin embargo, agradable poder tocar esas carnes rosaditas y cálidas cuando a uno le asalta el afán de la libertad, como hacen en los libros los que miran a través de la ventana de su celda y acarician los barrotes con nostalgia.

Una vez me vi libre, con todas las precauciones posibles, ocultándome en sombrías esquinas y empleando a Mofletines de guía, me apresuré a ejecutar mi plan. El sinvergüenza, que al principio había sido llevado con los de su raza en contra de su voluntad, se había readaptado a su antigua condición enanil debido a que le había sido encomendado un humilde puesto de catador de comida humana. Por todo esto, conocía a la perfección los enclaves y posiciones de los enanos, y pudo conducirme por la ciudad sin ser descubierto.

No tuvimos problema en alcanzar una de las orfebrerías cercanas. No obstante, dando con un pensamiento más acertado, y visto que en un primer momento los enanos no pueden distinguir entre la artificialidad o la naturalidad de aquello que brilla, decidí comprar un buen montón de piedras de imitación en un puesto de esos que se hacen en llamar “de los hippies”, y me dirigí a su centro de operaciones, que era un castillo compuesto por sus propios mofletes, como una torre humana pero con forma mofletil y castillesca. Esto me hizo pensar que el verdadero eje de la vida de un enano eran sus mofletes, puesto que en sus dominios subterráneos no requieren de construcción alguna, y se limitan, cuando han de albergar algún acontecimiento, a ponerse los unos al lado de los otros, encima y debajo, e inflarlos.

Era la oportunidad perfecta para dar inicio a mi plan, con lo que agarré un buen puñado de las coloridas piedras de plástico y las lance frente a ellos. En menos de lo que canta un gallo, debido a la gran sorpresa, como globos sin nudo se les desinflaron los mofletes, y todo se convirtió en un escenario de estos granujas disparados sin rumbo por el aire, lo que dio al traste con el castillo y dejó al descubierto todos los libros que habían requisado, pues los guardaban en su interior.

Así, aprovechando la total confusión, comencé a incrustar las piedras en los libros, asegurándome de que todos y cada uno de ellos tuviera la suya correspondiente, con lo que mi plan, hasta el momento, parece haber funcionado. Ahora sólo cabe esperar a ver el efecto del engaño.

Escribo esto, compañeros, en un descanso entre incrustación e incrustación. El deber me llama, y he de volver a la tarea. Esperad noticias de mí.

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